Las fugas de jóvenes y adolescentes no es un tema que daba tomarse a la ligera. No debe verse, por tanto, como una chiquillada, una rabieta o una “tontería” pasajera. Todo lo contrario. Por eso, se hace especialmente importante comprender los motivos que a tantos jóvenes menores de edad les lleva a dar el paso de abandonar su hogar, marcharse sin avisar y escaparse sin dejar huella.
Aunque ninguna generalización es buena, para tratar de ser prácticos, podríamos destacar dos escenarios más proclives a que se den este tipo de situaciones. Uno de los escenarios sería en familias muy estrictas donde imperan normas rígidas, falta de afecto explícito, excesivo control, modos autoritarios y castigos frente a la mínima desobediencia a la autoridad. En este ambiente el adolescente se siente inhibido, atemorizado, bloqueado y solo, emocionalmente muy solo. Probablemente ha tratado de hablar con sus padres, de expresarse pero sin mucho éxito y, tras años de sufrimiento y opta por la huida como modo de liberación, de ser él, de escape (no olvidemos que la adolescencia es un periodo en el que el sentimiento de autonomía y libertad adquiere un valor muy importante). Por otro lado, encontramos el escenario opuesto, familias muy laxas, con poco o escaso control sobre sus miembros, excesiva (o más bien total) tolerancia a comportamientos inadecuados, falta de normas y ciertamente desocupadas y desentendidas de sus hijos. En este caso, el adolescente busca una conducta extrema para llamar la atención de los padres, se trata de un reclamo, de una manera de llamar su atención y decir (sin palabras): ¡hacedme caso!
Resulta fundamental solicitar ayuda. En la mayoría de los casos, el joven regresa al cabo de unas horas o unos días. Los padres viven esta situación con gran angustia y dramatismo ya que temen por la vida de su hijo y se culpan de lo sucedido. Es frecuente que cuando regresa (o se encuentra) al adolescente, los padres se enfaden y le castiguen duramente. Esto es un error. Es de suma importante fomentar el diálogo, la comunicación y el entendimiento entre padre e hijo para poder hablar con sinceridad de lo ocurrido, mostrar los sentimientos que han llevado a ello y “utilizar” esta situación como un punto de inflexión para cambiar y mejorar patrones y dinámicas familiares disfuncionales. Resulta de gran ayuda ponerse en manos de un profesional y comenzar una terapia de familia. Otro error frecuente en poner en tratamiento o terapia individual al hijo ya que el escape, aunque lo haya propiciado el menor, proviene de una situación conjunta en la que la familia tiene mucho que ver. Obligar al hijo a acudir a terapia es etiquetarle como único culpable de la situación cuando las responsabilidad debe ser familiar y compartida ya que solo así se solucionará verdaderamente el conflicto y se evitarán daños mayores en el futuro. Copyright ©
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